
El Cid, Daniel Luque y Emilio de Justo comparten un vínculo inquebrantable, una hermandad indisoluble que los une más allá de los grises, como se conocen a los cárdenos, a través de Santa Coloma, Buendía, Saltillo, Albaserrada. El vínculo es Francia, la tierra de su despertar, exilio y, finalmente, reconocimiento. La ganadería de La Quinta, que ha protagonizado con Luque tardes antológicas en los últimos años, también mantiene un lugar destacado en su unión.
Este acento francés se percibía en la plaza llena, en los días previos y en los alrededores. Daniel y Emilio de Justo optaron por el azabache, adornado con chaleco en oro y colores oscuros: sangre de toro y negro, respectivamente. Manuel Jesús El Cid, por su parte, vistió completamente de oro sobre un elegante fondo azul marino.
El primer toro fue para él, un ejemplar bellísimo, chato, entipado y suelto de carnes, lleno de bondad. El Cid lo toreó con ambas manos, con largos y abiertos pases, además de muy ligados y bajos. Mientras la Maestranza rugía, a mí me producía una sensación extraña, como si estuviera presenciando una tauromaquia desactualizada, asomado al pasado del mejor Cid. Los pases de pecho barrían el lomo, y hubo una tanda casi circular.
El segundo toro, más cuajado, anunció pronto su poder. Daniel Luque, que ya había soltado brazos en un notable quite a la verónica en el toro anterior, manejó perfectamente las alturas, incluso el celo y el ritmo del obediente toro, que se fue apagando gradualmente.
El tercer toro sacó una seriedad cierta. No sólo por su presencia, sino por su modo de embestir, sin regalar nada. Emilio de Justo lo interpretó de forma firme y con fibra. El toro respondió, que descolgó y se entregó a su mando con importancia. Casi todo por la mano derecha, que era la buena. Un espadazo inapelable, tras el epílogo por abajo hacia tablas para cerrar la medida exacta -del toro y el metraje-, y un trofeo de ley.
El cuarto toro fue un tío, con todo su trapío a cuestas pero sin salirse del molde santacolomeño. No en la forma pero si en el fondo, desprovisto de su sangre brava. El Cid cumplió el trámite en un decoroso trasteo.
El quinto toro, con su luminosa pinta clara y aire de vaca vieja, vino a cerrar el peor lote. Daniel Luque brindó a Conradi padre. El toro embestía dormido. O durmiéndose. Tan buenecito, sin empuje. En más de una ocasión se quedó por debajo de Luque, tan sobrado como si estuviera en el campo. La plaza no es el campo. Se echó una vez y lo mató de 10.
De la euforia desbordada de la vuelta al ruedo a Dorado, el público pasó a desinflarse como la corrida: “Esto no es la casta Santa Coloma, ea”. Fue decir eso y saltar un último más revoltoso y tobillero que encastado. Lo que le faltaba a La Quinta era tirar hacia delante. De Justo se aplicó en eso, en romperlo hacia delante. El bicho, una prenda, había degenerado en genio. Sin poder, pero un cabrón. Y el torero no volvió la cara, crecido, siguiendo el camino inverso de la corrida, en largo empeño. Tragó más cabal que la mar. Otra estocada a ley, un aviso y otra oreja. Bien ganada.
En la Plaza de la Maestranza, el jueves, 18 de abril de 2024, undécima de feria, lleno. Los toros de La Quinta; todos cuatreños; bien presentados, entipados en sus diferentes remates; destacaron el dulce 1º, exageradamente premiado con la vuelta en el arrastre, y el noble 3º por el pitón derecho en un conjunto pastueño, bajo de raza; el 6º fue una prenda.
El CID, de azul marino y oro. Bajonazo trasero (oreja y petición). En el cuarto, pinchazo, media y descabello. Aviso (saludos).
Daniel Luque, de sangre de toro y azabache. Estocada defectuosa (saludos). En el quinto, estocada (saludos).
Emilio de Justo, de negro y azababache. Estocada (oreja). En el sexto, estocada. Aviso (oreja).